jueves, 28 de marzo de 2013

Secretismos Sobre los Secretos




Todo empieza en deseo, 
el deseo cristaliza en carbón. 
Carbón negro 
para camuflarse, 
para ser discreto, 
y alentado por ser invisible 
poco a poco va convirtiéndose 
en un embrión secreto. 

El secreto se oculta 
bajo sábanas limpias, 
sin llamar la atención 
de los curiosos que, 
por casualidad, 
consigan pasar del edredón. 

Allí crece, 
se hace fuerte, 
hace las veces 
de confidente. 
Se le visita, 
periódicamente, 
para que no se sienta 
del todo solo. 
Para quitarle, 
de cuando en cuando, 
el sudor de la frente; 
hacerle sentir importante 
por su condición de estar 
siempre presente. 

Cuidarle, 
acariciarle,
aunque levemente,
porque él sabe 
que ante ojos extraños 
parecerá indecente. 

Cuanto más crece, 
más difícil es que pase 
por la grieta de la verdad. 
Se paga el peaje de la mentira 
para salir a la brillante luz 
que irradia la realidad. 

Un día rompe el capullo 
tejido con la seda 
de palabras dormidas, 
bellas en la forma, 
en el significado esquivas. 
Tras ellas quedan 
las evidentes brasas 
que la traición aviva. 

Y si el que abre el celofán 
no tiene los pies en buen lugar, 
el secreto se convierte en veneno, 
arrasando todo a su paso, 
explosivo y mortal. 

Entre esas dos almas 
ya nunca crecerá la hierba 
segada por el metal 
de la guadaña de la verdad, 
refulgente y brillante, 
para matar a la honestidad 
y a toda su familia: 
a la confianza, 
al amor 
y a la sinceridad. 

Pero aún así, 
en todas y cada una 
de las mentes de esta ciudad, 
los secretos crecen como setas 
tras la lluvia primaveral. 

Así que no nos extrañemos 
si oímos las bombas explotar 
acercándose a nuestro búnker, 
a toda prueba de intrusos, 
pero imposible de ocultar. 




Barros y Lodos




Éramos sólo unos críos 
cuando del agua de lluvia 
y de la arcilla 
y de la arena 
hacíamos barro, 
para jugar, 
para chapotear en los charcos, 
sin miedo a ensuciarnos. 
Sin miedo, 
porque por no saber 
no sabíamos ni que algún día 
nos querríamos limpiar. 

Tiempo después, 
ya bien educados y predispuestos 
a estar bien limpitos, 
unas gotas de lodo 
en el bajo del pantalón 
provocan hasta 
un ridículo pavor. 

Y me preguntas que qué me pasa, 
si tan sólo con salir de casa, 
con mirar por la ventana, 
la polución que pudre 
el alma y el más allá 
tapa con creces 
las cosas bellas, 
las ilusiones sinceras 
y el brillo de las estrellas. 
Mezquindades cotidianas, 
sacos de caspa para exportar. 
Humanos esforzándose en superar 
su propia mediocridad. 
Los talentos son olvidados, 
las ideas de usar y tirar 
ocupan su triste lugar. 

El proceso es tan mecánico 
que asusta pensar 
que quizá esté todo planeado, 
de antemano: 
alguien leyó el manual 
de como más abajo caer 
y lo está siguiendo al dedillo 
por un par de monedas de plata, 
un precio irrisorio 
por vender a toda la humanidad. 

Cuántos casos críticos, 
atropellos gratuitos? 
Cuántos vacíos dejados atrás, 
silencios por hablar? 
Cuántas decisiones tomadas 
sin pensar en los demás? 
Cuánto dolor causado 
porque en los que confiamos 
para guiar nuestros pasos 
viven en un constante miedo 
a perder sus míseras vidas, 
vidas de mentira, 
de tirar a la basura 
que empieza ya a oler mal? 

Entran ganas de bajar a las cloacas 
y entre cocodrilos albinos 
y residuos orgánicos 
meter las manos en el lodo 
y rebuscar los anillos caídos 
al intentar asegurar el presente 
hipotecando el futuro: 
otra estupidez más. 

Cuántas personas dispuestas a bucear 
en las profundidades del barro? 
Es que no queda nadie con valor 
para seguir tirando del carro, 
para cambiar nuestro destino 
aún al tremendo riesgo 
de que lo tilden de raro? 

Me duelen los dedos 
de tanto contar 
personas al mando 
pensando con el falo. 

Y me duelen los ojos 
de tanto mirar 
para otro lado...


martes, 26 de marzo de 2013

Callejón






No eran lágrimas las que recorrían sus largos cabellos y desembocaban en su barbilla, sino gotas de  fría lluvia, que ahora arreciaba sin disimulo alguno. Levantó la cabeza y dejó que el agua mojara sus labios, sus pómulos, su nariz, su barba de tres días. A sus pies, un hilillo de color rojizo oscuro, casi negro, corría en dirección a la alcantarilla con bastante prisa. Alargó su brazo derecho y miró el revólver que casi colgaba de sus dedos entumecidos. Tres balas. En cuclillas como estaba, entre dos contenedores de basura por los que los desperdicios rebosaban de esa manera despreocupada que sólo los muertos entienden, instintivamente palpó el bolsillo de su gabardina aún sabiendo que no encontraría nada. Tan sólo un paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero decorado con un negro ocho en un círculo blanco. Ocho balas me harían falta, pensó. Diablos. Qué curiosa manera de comunicarse tenía el destino, a través de un encendedor, como si la propia vida que se abría paso en cada calada supiera que su fin se acercaba y, a la vez, albergaba algún tipo de ansiedad por acabar con todo aquel asunto lo antes posible. Se irguió sacudiéndose el agua del pelo en un movimiento rápido, medido, cien mil veces practicado con anterioridad. Miró en dirección a la entrada del aquel oscuro y húmedo callejón. Decidido, apretó los dedos en la empuñadura  metálica de su 38 y comenzó a andar hacia la luz tenue que iluminaba la entrada de aquella callejuela. No había dado ni diez pasos cuando le dieron el alto tres individuos. Su aspecto era normal, ropas sencillas, zapatos baratos. Pero lo que llamaba la atención no eran sus atuendos, sus uniformes de normalidad. Lo que hizo que a aquel empapado tipo enfundado en una gabardina le temblaran ligeramente las piernas era que aquellos tres hombres iban armados hasta los dientes. Armas enormes, rifles de caza, semiautomáticas. Y le estaban apuntando. Uno de ellos, el que tenía más aspecto de anodino con sus pantalones de pana de un beige insultante, le disparó en la rodilla antes de que pudiera siquiera articular palabra. Nuestro hombre cayó de rodillas, apoyándose en las manos, aún sin soltar el revólver. Otro gatillo hizo click y el impacto de bala en el hombro derecho hizo saltar un trozo de gabardina hecha jirones y, a la vez, le hizo caer de espaldas salpicando en un charco. Esta vez sí, su pistola resbaló por el suelo un par de metros, lejos de su alcance. Otros cinco hombres llegaron a la carrera. Uno de ellos se le acercó, empuñando un cuchillo de carnicero. Se sentó sobre sus talones justo a la altura de la cabeza de aquel hombre malherido. Le miró fijamente a los ojos. -Mírame -le dijo. Con la dificultad de alguien que sabe que se está muriendo, entreabrió los ojos, sin ningún miedo ya, dispuesto a aceptar lo que fuera que el destino le guardaba en la recámara de la vida. -Te lo advertimos - le dijo -el apoyamanos del ascensor no es un cenicero. Ya te lo advertimos. No es nada personal, sabías que esto iba a pasar. Como presidente de la comunidad de vecinos te lo advertí personalmente. Y no hiciste caso, amigo. Es hora de morir-. Y sin darle ningún tiempo a responder, le cercenó el cuello con un giro rápido y limpio de muñeca.