Te vi,
te sentí en rayos catódicos.
Por suerte,
por casualidad,
por el destino,
las tres cabezas del can,
bocas sembradas de caninos,
que guarda la entrada
de un paraíso efímero.
Aunque en ninguna de las tres creo,
imaginé que aquella vez sería distinto.
Porque tu sonrisa,
tus reservas,
tus labios,
tu nariz,
tu cara,
y tus ojos negros
eran hambre para hoy,
pan para mañana.
A sabiendas de eso,
escribiendo mi cuento
que tú protagonizas
y yo sólo leo,
atento,
no parece que el final
sea propicio desvelar.
Quizá sea mejor así,
sin terminar.
Así tú te quedas tranquila
y yo no me dejo llevar;
Lo recordaremos con cariño
sin tener curiosidad,
quietos y silenciosos,
por ver como va a acabar.
A salvo de nosotros mismos
sentados aquí en la orilla,
tan sólo mirando el mar.
Más allá de ese horizonte,
de anaranjado a amarillento,
aguarda el desenlace abierto
que no por ser tan irreal
es más denostadamente incierto.
No por no ser verdad es
más propicio el desencuentro.
Es curioso como a veces la vida
se esfuerza en contarme historias
ilusionantes en el paladar,
que en el estómago se amotinan.
Pero siempre,
al final,
son mis bolígrafos,
mis pinceles y rotuladores
actuando por su cuenta,
los irresponsables
de mis acciones.
Esforzándose por sacar
a los demás los colores,
sus brillos marmoleos,
sus reflejos de vida.
He de confesar
la verdad que me atosiga:
lo único que me queda
al finalizar el día
es dibujarte a ti,
porque la única certeza
es que nunca serás mía.
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