Un vaso de cristal esmerilado,
al fondo una pared color cielo.
El líquido parece ámbar
mientras se deshace el hielo.
Un cigarrillo a medias
descansa en el cenicero
como vigilando los cadáveres
de sus pobres compañeros.
Agonizantes,
parecen estar diciendo:
"que el calor guíe
tus sudorosos dedos
por el laberinto de los números
que perforan el teléfono".
Un suspiro primero:
seis siete nueve,
cinco cinco cero,
ocho tres siete.
No es hasta el tercer tono
que se oye una voz candente.
Pasan un par de segundos,
la respiración se detiene.
La primera palabra carraspea,
lengua seca patinando.
Una pregunta, un nombre.
Una respuesta vestida de largo.
Una aséptica cadencia,
elegante, inofensiva, indiferente,
pero sobria y seria al tacto.
Una petición algo atrevida,
una risa que desprecia.
Una negativa fugaz
moja todo de tristeza.
Una sola frase impía
deja como resaca
un ligero dolor de cabeza.
Cae el auricular,
al otro lado una verja.
Las lágrimas secas
están fuera de lugar.
Sentada,
al borde de la cama,
descifrando la alfombra.
Un sorbo de aquel vaso,
la esperanza derrotada.
No hay humillación,
ni curiosidad, ni venganza,
ni odio, ni sinrazón:
de eso no queda nada.
Queriendo todavía vivir
pero sabiéndose en el fondo
eternamente cansada,
un impulso irrefrenable
la arrastra a la ventana.
Y diciendo adiós al mundo
la gravedad es desafiada.