sábado, 25 de agosto de 2012

Última Llamada




Un vaso de cristal esmerilado, 
al fondo una pared color cielo.  
El líquido parece ámbar 
mientras se deshace el hielo.
Un cigarrillo a medias 
descansa en el cenicero 
como vigilando los cadáveres 
de sus pobres compañeros. 
Agonizantes, 
parecen estar diciendo:
"que el calor guíe 
tus sudorosos dedos 
por el laberinto de los números 
que perforan el teléfono". 

Un suspiro primero:
seis siete nueve, 
cinco cinco cero, 
ocho tres siete. 

No es hasta el tercer tono 
que se oye una voz candente. 
Pasan un par de segundos, 
la respiración se detiene. 
La primera palabra carraspea, 
lengua seca patinando. 
Una pregunta, un nombre. 
Una respuesta vestida de largo. 
Una aséptica cadencia, 
elegante, inofensiva, indiferente, 
pero sobria y seria al tacto. 
Una petición algo atrevida, 
una risa que desprecia. 
Una negativa fugaz 
moja todo de tristeza. 
Una sola frase impía 
deja como resaca 
un ligero dolor de cabeza. 

Cae el auricular, 
al otro lado una verja. 
Las lágrimas secas 
están fuera de lugar. 

Sentada, 
al borde de la cama, 
descifrando la alfombra. 
Un sorbo de aquel vaso, 
la esperanza derrotada. 
No hay humillación, 
ni curiosidad, ni venganza, 
ni odio, ni sinrazón:   
de eso no queda nada.

Queriendo todavía vivir 
pero sabiéndose en el fondo 
eternamente cansada, 
 un impulso irrefrenable
la arrastra a la ventana. 
Y diciendo adiós al mundo 
la gravedad es desafiada. 

martes, 21 de agosto de 2012

Almirante, 15







Había sangre, 
por todas partes. 
Mi estómago pegado  
al asfalto ya caliente
del portal numero quince 
de la calle Almirante. 

Un minuto antes 
frases interesantes
cruzaban mi mente 
vestidas de etiqueta, 
con aires elegantes. 

Había en el ambiente
un aire inquietante. 
 No se movía nada ni nadie, 
ni por detrás ni por delante, 
excepto la estela dejada
al pasar yo, el caminante, 
o los coches sombríos 
con sus luces delirantes. 

Fue al girar la esquina 
con el paso renqueante. 
Un brillo en la noche, 
un escalofrío amenazante: 
era el caprichoso destino  
que había venido a buscarme. 

Sucede todo en un instante:
un pinchazo en el estómago, 
las estrellas se hacen grandes. 
Costillas contra el suelo, 
unos ojos centelleantes. 
Alguien me palpa los bolsillos, 
oigo chillar mis llaves, 
tintineando en el aire. 
Cruza mi cabeza el miedo, 
tengo en la lengua el sabor 
metálico de mi sangre. 

No es un asesino conocido, 
no se parece al hambre. 
Es la ironía de este mundo 
atacando como un enjambre. 

Se aleja corriendo, subiendo, 
como botín mi último aliento. 
Siento como poco a poco 
me llega el desfallecimiento. 
Unas lineas rojas huyendo 
formando rombos perfectos, 
inundando el empedrado 
con todo lo que llevo dentro. 

Noche cerrada. 
Es once de enero
de mil novecientos doce. 
Me apena tener que marcharme   
pero empiezo a quedarme dormido. 
Y lo sé,
esta vez seguro, 
no voy a despertarme.