Había sangre,
por todas partes.
Mi estómago pegado
al asfalto ya caliente
del portal numero quince
de la calle Almirante.
Un minuto antes
frases interesantes
cruzaban mi mente
vestidas de etiqueta,
con aires elegantes.
Había en el ambiente
un aire inquietante.
No se movía nada ni nadie,
ni por detrás ni por delante,
excepto la estela dejada
al pasar yo, el caminante,
o los coches sombríos
con sus luces delirantes.
Fue al girar la esquina
con el paso renqueante.
Un brillo en la noche,
un escalofrío amenazante:
era el caprichoso destino
que había venido a buscarme.
Sucede todo en un instante:
un pinchazo en el estómago,
las estrellas se hacen grandes.
Costillas contra el suelo,
unos ojos centelleantes.
Alguien me palpa los bolsillos,
oigo chillar mis llaves,
tintineando en el aire.
Cruza mi cabeza el miedo,
tengo en la lengua el sabor
metálico de mi sangre.
No es un asesino conocido,
no se parece al hambre.
Es la ironía de este mundo
atacando como un enjambre.
Se aleja corriendo, subiendo,
como botín mi último aliento.
Siento como poco a poco
me llega el desfallecimiento.
Unas lineas rojas huyendo
formando rombos perfectos,
inundando el empedrado
con todo lo que llevo dentro.
Noche cerrada.
Es once de enero
de mil novecientos doce.
Me apena tener que marcharme
pero empiezo a quedarme dormido.
Y lo sé,
esta vez seguro,
esta vez seguro,
no voy a despertarme.
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