El sonido de los hielos
en el fondo del vaso.
Un último vistazo alrededor
antes de serme sincero.
Ese segundo y medio
en el que la verdad se cae,
vacilante,
por su propio peso.
Afirmo definitivamente,
estoy en estado ebrio.
Salgo por la puerta
sin mirar atrás;
lio un cigarrillo
fuera del último bar.
Esquivando las miradas
de las damas esquinadas
me subo a la acera;
me atacan
el camión de la basura,
un coche de policía
o un taxista de color gris,
envenenada la ideología.
La mirada rápida,
distante.
Pasos alternos,
vacilantes.
Adoquines vengativos
por ser de otra época
o sentirse vacíos.
La avenida me recibe
con el pan bajo el brazo,
buscando una luz verde
que acabe con esta agonía
y brinde,
por brindar algo,
un poco de descanso
que aunque no es merecido
me permito el lujo de dármelo.
Un trayecto por las nubes,
luces que no buscan el centro.
Se oye algo a lo lejos,
sirenas del mar muerto.
Personajes vomitando,
colores de piel diversos.
Una reyerta en un semáforo
por algo que no es dinero.
No llego a desorientarme,
me suenan estos cimientos
desfilando ante mí,
navegando el espacio-tiempo.
La llave que no entra,
seis pisos eternos.
Un espejo que se ríe
de lo que ve dentro.
Sin pulsar interruptores
por no turbar la calma,
entro en el salón
estando aún despierto;
el sueño hambriento,
mi única misión.
Pantalones rendidos.
Calcetines a rayas
desmayados en el suelo.
Ropa interior despreciada,
una camiseta al vuelo.
Tropiezo con algo,
parece un cable,
seguramente el del teléfono.
A mis huesos,
a sus restos,
los abraza el edredón,
me ha echado de menos.
Son las cinco de la mañana
y sólo atraviesan mi mente,
justo antes de apagarla,
fantasías,
memorias enterradas,
ilusiones de tu espalda dormida
al otro lado de mi cama.
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