Éramos sólo unos críos
cuando del agua de lluvia
y de la arcilla
y de la arena
hacíamos barro,
para jugar,
para chapotear en los charcos,
sin miedo a ensuciarnos.
Sin miedo,
porque por no saber
no sabíamos ni que algún día
nos querríamos limpiar.
Tiempo después,
ya bien educados y predispuestos
a estar bien limpitos,
unas gotas de lodo
en el bajo del pantalón
provocan hasta
un ridículo pavor.
Y me preguntas que qué me pasa,
si tan sólo con salir de casa,
con mirar por la ventana,
la polución que pudre
el alma y el más allá
tapa con creces
las cosas bellas,
las ilusiones sinceras
y el brillo de las estrellas.
Mezquindades cotidianas,
sacos de caspa para exportar.
Humanos esforzándose en superar
su propia mediocridad.
Los talentos son olvidados,
las ideas de usar y tirar
ocupan su triste lugar.
El proceso es tan mecánico
que asusta pensar
que quizá esté todo planeado,
de antemano:
alguien leyó el manual
de como más abajo caer
y lo está siguiendo al dedillo
por un par de monedas de plata,
un precio irrisorio
por vender a toda la humanidad.
Cuántos casos críticos,
atropellos gratuitos?
Cuántos vacíos dejados atrás,
silencios por hablar?
Cuántas decisiones tomadas
sin pensar en los demás?
Cuánto dolor causado
porque en los que confiamos
para guiar nuestros pasos
viven en un constante miedo
a perder sus míseras vidas,
vidas de mentira,
de tirar a la basura
que empieza ya a oler mal?
Entran ganas de bajar a las cloacas
y entre cocodrilos albinos
y residuos orgánicos
meter las manos en el lodo
y rebuscar los anillos caídos
al intentar asegurar el presente
hipotecando el futuro:
otra estupidez más.
Cuántas personas dispuestas a bucear
en las profundidades del barro?
Es que no queda nadie con valor
para seguir tirando del carro,
para cambiar nuestro destino
aún al tremendo riesgo
de que lo tilden de raro?
Me duelen los dedos
de tanto contar
personas al mando
pensando con el falo.
Y me duelen los ojos
de tanto mirar
para otro lado...
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