Todo empieza en deseo,
el deseo cristaliza en carbón.
Carbón negro
para camuflarse,
para ser discreto,
y alentado por ser invisible
poco a poco va convirtiéndose
en un embrión secreto.
El secreto se oculta
bajo sábanas limpias,
sin llamar la atención
de los curiosos que,
por casualidad,
consigan pasar del edredón.
Allí crece,
se hace fuerte,
hace las veces
de confidente.
Se le visita,
periódicamente,
para que no se sienta
del todo solo.
Para quitarle,
de cuando en cuando,
el sudor de la frente;
hacerle sentir importante
por su condición de estar
siempre presente.
Cuidarle,
acariciarle,
aunque levemente,
porque él sabe
que ante ojos extraños
parecerá indecente.
Cuanto más crece,
más difícil es que pase
por la grieta de la verdad.
Se paga el peaje de la mentira
para salir a la brillante luz
que irradia la realidad.
Un día rompe el capullo
tejido con la seda
de palabras dormidas,
bellas en la forma,
en el significado esquivas.
Tras ellas quedan
las evidentes brasas
que la traición aviva.
Y si el que abre el celofán
no tiene los pies en buen lugar,
el secreto se convierte en veneno,
arrasando todo a su paso,
explosivo y mortal.
Entre esas dos almas
ya nunca crecerá la hierba
segada por el metal
de la guadaña de la verdad,
refulgente y brillante,
para matar a la honestidad
y a toda su familia:
a la confianza,
al amor
y a la sinceridad.
Pero aún así,
en todas y cada una
de las mentes de esta ciudad,
los secretos crecen como setas
tras la lluvia primaveral.
Así que no nos extrañemos
si oímos las bombas explotar
acercándose a nuestro búnker,
a toda prueba de intrusos,
pero imposible de ocultar.
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