Había en sus palabras
fuertes y fugaces,
un dolor certero.
Sonaban bajas y graves
como un solo de chelo.
No había en ellas ni rastro
del más mínimo miedo.
Pero lo producían,
por supuesto,
como sólo lo produce algo,
algo que es verdadero.
Nos miraba con cara seria,
ni un músculo en movimiento.
Salían sonidos de su garganta
afilados y siniestros
que entraban directamente
al centro del corazón ya muerto.
"Corred por vuestras vidas",
decía,
"comienza el siglo de fuego.
Esas pulseras que lleváis
no os darán acceso al cielo."
"No niego que veros deambular
sin un ápice de aliento
me produce un extraño,
desasosegado desprecio.
Es que ninguno de vosotros
va a romper el silencio?"
"Se impone tomar decisiones:
es de obligado cumplimiento
tomar cartas en el asunto,
rasgar las tripas desde dentro."
"No es que no haya opciones,
es que se nos acaba el tiempo.
No oséis esbozar una sonrisa!!"
Lo decía completamente en serio.
"Han diseñado para nosotros
un futuro muy incierto
y lo tomáis como bueno
por no hacer ruido,
por ser demasiado lentos."
"Nos van a mantener vivos
suplicando por estar muertos.
Nos embalsamarán sin pena
en un ataúd de lamentos."
"Lo que hasta ahora hemos vivido
no ha sido más que un sueño:
uno que nos han dejado soñar
mientras planeaban nuestro entierro."
"Es ahora o nunca,
queridos compañeros:
o hacemos saltar la banca
o se nos acabó el juego."
Le miramos todos,
incrédulos.
Poco a poco nos fuimos yendo.
Le dejamos allí solo,
con la desesperación meciendo
sus largos cabellos al viento.
Todos muy dignos,
todos muy enteros.
Pero nadie,
y digo nadie,
salió de allí con la cabeza alta,
sin las orejas gachas,
con algún convencimiento
de estar haciendo lo correcto.
Todos distraídos,
en las nubes,
en las nubes,
ninguno huyó sabiéndose
con los pies en el suelo.
con los pies en el suelo.
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