Hay rumores corriendo
por las calles a través
de que hace mil años,
dando un traspiés,
se tropezó el miedo
con el amor desenredado:
nadie supo entonces,
ni a nadie le importó,
si había algún por qué.
Cientos de imperios caídos
y miles de inventos después
han convertido al hombre
en esclavo del saber,
un deporte sólo accesible
a los que al nacer
tienen en su cuna
adornos de oro y plata,
aceites caros en el quinqué
y los amamantan mujeres
que han perdido a sus bebés.
Y entre rito y rito
han confundido los caminos.
Los sagrados escritos,
interpretados conscientemente
por los menos indicados
para decidir qué está bien,
han inculcado que amar
no es un deporte también.
Pero el tiempo
entierra el pasado sin querer,
hace que la historia se repita,
a prueba al hombre suele poner.
Y un día como cualquier otro,
tenía que suceder:
se dio una oportunidad velada,
una ocasión para aprender
que no hay pelea necesaria
si las personas se quieren
por lo que son,
no por lo que han de tener.
Se encontraron,
como se encuentra la arena
al atardecer
con la espuma
de las agonizantes olas,
sin querer reconocer
que llevaban ya
mas de trescientas noches
a la intemperie,
bebiendo a morro
los licores del vicio,
sin mirar a los ojos
al desafiante para qué.
No fue al principio,
no,
al revés,
tardaron tres lunas llenas
en poder entender
que aquello era algo más
que simplemente querer.
Él hizo una promesa
y a ella le pareció bien:
ninguno de los dos sabía
qué iba a suceder.
Se entregaron igualmente
porque no tenían,
en principio,
nada que perder.
Cuarenta lunas después
parecía que no había pasado el tiempo,
parecía que era ayer
cuando se conocieron sus lenguas,
cuando se dieron placer,
el placer de la primera vez.
Cuando se abrió la puerta de golpe
y él la vio aparecer
vestida con sólo sus labios,
los ojos apuntando a su sien.
Entró y se quedó un rato,
y otro rato después.
Y más tarde ya no había
quien de sus entrañas pudiera
hacerla desaparecer.
De miércoles a martes,
y así mes tras mes
él se enamoró de su alma
y ella de la de él.
Una tarde invernal,
de hojas rojas
y escarcha en el portal,
se separaron sus bocas,
un momento.
En ese tiempo entró el aire
y salió convertido en viento,
palabras distinguidas,
sin arrepentimiento.
Él se dirigió a ella,
acariciando su oído,
aunque un poco también
acariciando el de él:
"Me entiendes mejor de lo que pienso
te comprendo mejor de lo que crees.
Ninguno de los dos antes
ha estado tan conectado,
de la cabeza a los pies,
con otro ser humano
de los de compartir cama,
besos por la noche
y por la mañana café."
Impertubables y decididos,
hicieron oídos sordos
al instinto de conservación
que susurraba, traicionero:
“sois conscientes de no saber
adónde os dirigís,
hacía que sitio correr.”
Sin saberlo intuían
que lo que estaba por hacer
hacía más de mil años
de la última vez:
en la aventura del ahora
sólo importaban ellos,
que más daba si mañana
era dentro de tres vidas
o era dentro de un mes.