No sé qué pasa,
que vaya donde vaya,
hable con quien hable,
hay un remanente de tristeza
si el interlocutor,
ojo,
tiene algo en la cabeza.
Debe ser que les ha comido
la lengua el gato,
por lo menos la mitad.
Para decir tonterías
hay que coger número en el bar,
pero para ser sinceros y francos,
de verdad,
opinar un poco constructivamente
sobre lo que realmente importa
parece que es mejor callar,
no porque no haya nada que decir,
sino porque ni se lo han planteado
como una necesidad vital.
Es como si hubiera un agujero
donde debería estar la voluntad
de ser mejores cada día
en vez de,
simplemente,
deambular.
Es como si nos hubieran dicho
que las cosas son tal cual,
que no se pueden cambiar,
que por mucho que lo intentemos
no existe la posibilidad
de crear un presente más acorde
con lo que nos gustaría soñar.
Dicen que se me va la pinza,
preguntan por qué no río igual.
Por qué no me hacen ya gracia
las desgracias en general.
Que qué me ha pasado,
que solía ser genial,
solía tener mucho mejor rollo,
solía salir mucho más.
Solía importarme más bien poco
lo que había tras las cortinas;
solamente preocupado
por atravesar el umbral
y sentarme a la mesa
por si caía algo por azar:
era un tío mucho más majo,
pero dónde va a parar.
Pues resulta
que me fui de vacaciones,
hace algunas lunas ya,
a un apartado lugar
donde hace siempre bueno,
donde por nada hay que suplicar.
Donde las reglas no están hechas,
donde soy yo y nadie más.
Donde yo decido cómo y cuándo,
donde puedo pensar con libertad,
donde puedo ser creativo,
donde no hay barreras que cruzar
porque todo es un páramo abierto
que tan sólo he de pasear.
Es un sitio lejano,
ni un turista en el lugar.
Es adonde van las almas
cuando dejan de pensar
mirando el mundo como uno,
el individuo deja de importar:
entre tú, yo y los demás
no hay lugar
para extrañezas ni miedos
sólo el amor sin filtrar.
Y qué curioso,
los que allí van,
ya no pueden,
jamás,
regresar.
Vaya donde vaya
para siempre será mi hogar
ese prado soleado
donde entendí,
de una vez por todas,
más o menos de que va
esta farsa que llamamos vida,
este teatro general
en la que los personajes,
después de actuar,
se van al camerino,
corriendo,
y no paran de llorar.
Por eso me siento un poco solo,
por eso no hace más que vibrar
mi mente cansada,
saltando de aquí a allá.
Y no es que sea el más listo,
no me queda orgullo ya,
es que me da un poco de lástima
que todo sea circunstancial
y mezclemos a partes iguales
lo banal y la vanidad.
Que estemos todos atados,
y bien atados,
de pies y manos,
con la esperanza de que,
por sí solo,
se va a arreglar.
Eso, queridos amigos,
siento mucho decirlo,
pero no va a pasar.
De aquí a mañana,
casi seguro,
se me pasará
esta sensación extraña,
esta especie de vacío
estúpido y sentimental.
Tiene toda la pinta
de que eso va a depender
de si después de comer
me voy a tomar una tila
o,
por el contrario,
me voy a tomar un café.