domingo, 17 de junio de 2012

Limonada y Café







Había algo de tierno en sus palabras, en sus ojos.
Miraba con esa mirada del que se sabe condenado sin saber muy bien a qué o por qué. 
Delatado por la pequeña pausa antes de beber a cortos sorbos y perder la mirada de nuevo. 
Sin esperanzas. 
Sin ideales.

Acontecimientos uno detrás de otro le habían llevado hasta aquí. 
Como empujado por el destino, tan sólo por miedo a llamarlo voluntad. 
No le encontraba sentido a nada. 
Y se preguntaba a la vez por la necesidad de darle un sentido a todo. 
Ése había sido su error, decía. 
Haber intentado hacer en vez de haber intentado sentir. 

No había arrepentimiento en sus palabras. 
Como el padre que sabe que se ha excedido en el castigo. 
O el hijo que sabe que ha hecho mal pero no lo entiende porque no se lo han explicado. 
En lo más hondo sabía que el desconocimiento no le eximía de responsabilidades. 

Así que allí estaba, sereno, esperando el desenlace. 
Sin miedo. 
Alerta. 
Con el convencimiento de que nada de lo que pudiera pasar sería peor que un punto y final. 
Sin terminarse la limonada sacó un billete de 10 y lo dejó sobre la mesa. 
Déjame invitarte esta vez, dijo. 

Con una sonrisa se levantó, se puso su sombrero y se despidió de mí con un abrazo. 
Adiós, nos veremos, seguro, en algún otro lugar, en otras circunstancias menos penosas. 
Le observé al alejarse mientras removía los posos del café con la cucharilla. 
A ciegas. 

No volví a verle.


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