miércoles, 30 de enero de 2013

Mil Años Después






Hay rumores corriendo 
por las calles a través 
de que hace mil años, 
dando un traspiés, 
se tropezó el miedo 
con el amor desenredado: 
nadie supo entonces, 
ni a nadie le importó, 
si había algún por qué. 

Cientos de imperios caídos 
y miles de inventos después 
han convertido al hombre 
en esclavo del saber, 
un deporte sólo accesible 
a los que al nacer 
tienen en su cuna 
adornos de oro y plata, 
aceites caros en el quinqué 
y los amamantan mujeres 
que han perdido a sus bebés. 

Y entre rito y rito 
han confundido los caminos. 
Los sagrados escritos, 
interpretados conscientemente 
por los menos indicados 
para decidir qué está bien, 
han inculcado que amar 
no es un deporte también. 
Pero el tiempo 
entierra el pasado sin querer, 
hace que la historia se repita, 
a prueba al hombre suele poner. 
Y un día como cualquier otro, 
tenía que suceder: 
se dio una oportunidad velada, 
una ocasión para aprender 
que no hay pelea necesaria 
si las personas se quieren 
por lo que son, 
no por lo que han de tener. 

Se encontraron, 
como se encuentra la arena 
al atardecer 
con la espuma 
de las agonizantes olas, 
sin querer reconocer 
que llevaban ya 
mas de trescientas noches 
a la intemperie, 
bebiendo a morro 
los licores del vicio, 
sin mirar a los ojos 
al desafiante para qué. 

No fue al principio, 
no, 
al revés, 
tardaron tres lunas llenas 
en poder entender 
que aquello era algo más 
que simplemente querer. 

Él hizo una promesa 
y a ella le pareció bien: 
ninguno de los dos sabía 
qué iba a suceder. 
Se entregaron igualmente 
porque no tenían, 
en principio, 
nada que perder. 

Cuarenta lunas después 
parecía que no había pasado el tiempo, 
parecía que era ayer 
cuando se conocieron sus lenguas, 
cuando se dieron placer, 
el placer de la primera vez. 
Cuando se abrió la puerta de golpe 
y él la vio aparecer 
vestida con sólo sus labios, 
los ojos apuntando a su sien. 
Entró y se quedó un rato, 
y otro rato después. 

Y más tarde ya no había 
quien de sus entrañas pudiera 
hacerla desaparecer. 
De miércoles a martes, 
y así mes tras mes 
él se enamoró de su alma 
y ella de la de él. 

Una tarde invernal, 
de hojas rojas 
y escarcha en el portal, 
se separaron sus bocas, 
un momento. 
En ese tiempo entró el aire 
y salió convertido en viento, 
palabras distinguidas, 
sin arrepentimiento. 
Él se dirigió a ella, 
acariciando su oído, 
aunque un poco también 
acariciando el de él: 

"Me entiendes mejor de lo que pienso 
te comprendo mejor de lo que crees. 
Ninguno de los dos antes 
ha estado tan conectado, 
de la cabeza a los pies, 
con otro ser humano 
de los de compartir cama, 
besos por la noche 
y por la mañana café."

Impertubables y decididos, 
hicieron oídos sordos 
al instinto de conservación 
que susurraba, traicionero: 
“sois conscientes de no saber 
adónde os dirigís, 
hacía que sitio correr.” 

Sin saberlo intuían 
que lo que estaba por hacer 
hacía más de mil años 
de la última vez: 
en la aventura del ahora 
sólo importaban ellos, 
que más daba si mañana 
era dentro de tres vidas 
o era dentro de un mes.



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