viernes, 18 de enero de 2013

Hombres y Dioses sin Nombre





No me sienta bien
cerrar ciclos:
en vez de cumplir años
hace algún tiempo ya
que voy cumpliendo siglos.

Trozos de vidas pasadas,
trozos de trapos viejos,
remendándose unos con otros, 
pegados en el espejo 
dan como resultado 
algo parecido a mí 
cuando me ves llegar de lejos.

Parecido, 
sólo parecido, 
porque ni yo mismo sé qué soy.
Dejó de importar el tiempo,
dejó de importar el por qué.
Dejó de importar el depende:
ahora sólo vale el ahora 
y ahora sólo vale el para qué. 

En un océano de dudas 
los aciertos fueron por azar. 
Lo que curaba el agua 
lo cicatrizaba la sal. 
Fue en ese mismo mar 
donde cometí más errores: 
deslices, grietas y matices 
que no pude reparar 
pues con sólo una vida 
no da tiempo ni siquiera 
de aprender a perdonar. 

Ése es un poder 
que se reservan los dioses. 
Al beber en exceso 
se jactan de que eso, 
en el fondo, 
es su divinidad. 
Aún siendo creadores 
les tienta igual la vanidad. 

Por eso estamos limitados 
en pensamiento y aliento. 
Por eso nos crearon impuros, 
originalmente imperfectos. 
Porque sabían y temían, 
a partes iguales, 
lo que sólo era cuestión de tiempo: 
en algún momento 
haríamos los talentos nuestros. 
Sabían que al final 
siempre por el alumno 
es superado el maestro. 

Y no quieren competencia 
en vivir del cuento; 
al fin y al cabo sólo son 
tristes ecos fraudulentos 
de su propia existencia, 
justificada y sometida: 
tremendo lucrativo invento.

Debe ser por eso 
que renuncié a tener dueño 
y de mis oraciones de enero 
los desterré a todos ellos. 
A ellos y a todo aquel  
que aprieta el gatillo 
o los dedos sobre el cuello.

Será entonces por eso 
por lo que ahora sólo creo 
en ti, en mí, 
en los ojos sin miedo, 
en el temprano deshielo 
de los hombres y sus sueños 
y en el sol por la mañana 
alzándose, 
díscolo, 
al cielo. 

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